Corría el año 2005, a finales del verano, en mi pueblo, La Hiruela, una pequeña aldea en la sierra de Madrid, con 80 vecinos en fiestas… Y 7 en invierno. Aún no había llegado la época de los turistas, a mediados de otoño, cuando los suelos se teñían del marrón de las hojas caídas.
Me desperté con intención de dar un largo paseo, y cogí la vereda que lleva a Cardoso de la Sierra, el pueblo más cercano, en la zona más pobre y despoblada de Guadalajara. El sendero, antiguamente utilizado para riegos, empieza al lado de dos enormes nogales, perennemente frescos, y baja lentamente por una ladera, hasta llegar a un arroyo en ese momento medio seco dado lo avanzado del estío.
Después, el camino, prácticamente un trecho de hierbas pisadas, transcurre por varias praderas creadas por el hombre tras muchas décadas de ramoneo para vender en Madrid carbón de leña. Los robles que las circundan han ensanchado y crecido con esta práctica, dejando un paisaje hermoso y poderoso.
Finalmente, llegué al puente de madera sobre el Río Jarama, a su derecha siguiendo la bajada del río, nacido a pocos kilómetros del lugar, hay un conjunto de praderas de ribera, en ese momento aun cubiertas con el rocío de la mañana, pero suficientemente secas para no ser molestas.
Decidí sentarme en una de ellas y casi de manera inconsciente, cerré los ojos, respiré profundamente y escuché los sonidos de mi alrededor: Los insectos zumbando de hoja en hoja, el agua formando una pequeña cascada unos metros más allá. Sentí el olor de la hierba humedecida, del rosal silvestre a mi espalda, el calor del sol asomándose tras la montaña. Desentumecí mi cuerpo lentamente durante unos minutos.
Súbitamente, fui consciente de que el tiempo había pasado y era hora de volver a la realidad, y emprendí el camino de vuelta. Me sentía profundamente relajado y tranquilo.
Entonces al final de la primera cuesta, la más dura de todas, ahora jadeante, observe el grueso tronco oscuro y arrugado de un viejo roble. Solitario, al lado del sendero, con sus ramas secas tendidas hacia arriba.
Impulsivamente, sin pensarlo abrí mis brazos mientras lo observaba… Y lo vi… ¡Era Todo Verde!